domingo, 27 de septiembre de 2009

Valencia, 2; Atlético de Madrid, 2

Los días que amenaza lluvia en un partido televisado, como sucedía ayer, son los peores. Es cuando, alrededor de mi cabeza, se me aparecen dos duendecillos, como en los dibujos animados, que me tientan en direcciones contrarias. "No vayas al fútbol, quédate en casita a verlo por la tele que así no te mojas y, total, para verlos cagarla, no te pierdes nada", dice uno; "Vete al fútbol, que seguro que no llueve, y si llueve, ganaremos y será uno de los mejores partidos de la temporada", dice el otro. Excepto la temporada pasada, en que la abundancia de partidos televisados con lluvia se sumó al aburridísimo juego del Valencia y entre ambos me hicieron desertar demasiadas veces de Mestalla, suelo hacerle caso al segundo duendecillo. Me gusta ver el fútbol en el campo por muchas razones, pero la más práctica es que, cuando me aburro, no puedo ponerme a hacer otra cosa. En casa el aburrimiento me lleva al zapeo o la lectura; en el campo no tengo más remedio que seguir el partido con cara de gilipollas.
Ya sé que esto forma parte de mi temperamento sadomasoquista: no hay nada como sufrir y no poder apartar la vista, al estilo de la terapia Ludovico de La naranja mecánica. Pero yo soy así. Lo que ocurre es que, con el tiempo, he ido templando mi sufrimiento y he acomodado mi mente a verlo venir. Como los boxeadores, que esperan los golpes para que les duelan menos. Así las alegrías saben mejor y las tristezas duelen menos.
Toda esta disquisición sobre el sufrimiento humano aplicado al fútbol, algo de lo que Camus, por muy futbolero que fuera, nunca habló, me viene al pelo para hablar del partido de ayer. He estado tentado de copiar y pegar mi post sobre el empate contra el Sporting de hace una semana, porque el partido fue exactamente igual: el contrario vestía a rayas rojiblancas, tiene un equipo apañadito (por mucho que digan que es un equipazo, está tan descompensado como el Valencia) y el encuentro se ha desarrollado de la misma manera. No acaban ahí las coincidencias: con el paso de las semanas, me reafirmo en mi idea de que tenemos un portero tirando a malo, una defensa hecha de retazos pobres y un medio del campo más bien triste, en el que juegan un defensa central y un chaval que se pasó los dos últimos años delante de un ordenador meneándosela. Sólo podemos ganar si los de arriba aciertan y las meten casi todas, algo que sólo pasó contra el Valladolid y el Sevilla. A partir de entonces, pasamos de tener cuatro buenos arriba a tener sólo uno, dos el día en que Pablo se pone las pilas. Por eso a Villa le dejan opinar cuando acaban los partidos y, encima, el entrenador se autoinmola dándole la razón.
Marcaron ellos pronto, porque Alexis estaba en uno de esos días en el que hasta se le borran los tatuajes y Bruno veía tantos jugadores atléticos como pelos tiene en su cabeza. La cosa se pudo poner peor, si Agüero y Forlán no estuvieran pensando más en largarse de allí que en hacer su trabajo, y hasta Alexis hubo de pedir perdón a la grada por ser el ejemplo de los males del Valencia: perdió una pelota tonta en medio campo por hacer la gilipollez de turno, no recuerdo si el puto taconcito o un caño a un cura, y no arruinó el partido antes de hora porque el Kun ni se creyó el regalo. Cuando, con el equipo con el agua al cuello, Silva y Banega emularon al tatuado central, no detecté acto de contrición alguno.
Llegó entonces el momento desbocado de este equipo, cuando a Villa le empiezan a salir las cosas, Silva se deja de tonterías, Mata aparece desde su escondite en la banda y Pablo se suelta y se convierte en un alegre extremo. Y, sin darme cuenta, teníamos el partido en nuestro poder. No a la heroica, que somos demasiado pijos para eso, sino con elegancia y buen gusto. Los goles más bonitos de la liga (el segundo de Villa al Sporting, el que marcamos en Getafe y el de Pablo de hoy) no nos han servido para gran cosa, pero mola mucho volver a verlos una y otra vez en la tele.
Mucho después ha pasado lo que yo ya me temía, porque a uno, a esta edad, se la juegan una vez, no dos. El día del Sporting estaba convencido de que no se nos escapaba el partido y hoy sabía con certeza que se nos iría al final. El equipo ha empezado a jugar como si estuviera en un circo: unos hacían payasadas, otros metían la cabeza en la boca del león y los demás corrían por un alambre a diez metros de altura. Pero si la semana pasada Unai pudo echarle la culpa a los jugadores del desastre final, hoy ha querido sumarse al circo y se ha convertido en empresario a la vez que en atracción circense. Como Ángel Cristo pero sin saber pronunciar la "r".
Lo más triste de todo es que no ha llovido. Los días en que pasan estas cosas (desgraciadamente cada vez más habituales), si ha llovido, siempre te queda la sensación total de que has hecho el memo yendo al campo a mojarte para ver al Valencia cagarla. Pero, si no llueve, te vas del campo pensando que has tenido suerte porque, al menos, no te has mojado. Y el siguiente partido televisado con lluvia, vuelves a Mestalla.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Getafe, 3; Valencia, 1

Los valencianos somos unos privilegiados. No sólo tenemos unos dirigentes incorruptibles y modélicos que nos aficionan a deportes tan excitantes como la vela o el automovilismo, que nos llenan las calles de váteres públicos cuando nos visita el Papa y que garantizan que nuestros clubes de fútbol sobrevivan con el dinero público, sino que somos, creo, los únicos que podemos elegir entre tres opciones cuando se retransmite un partido de liga en abierto: La Sexta, Canal 9 y Tv3.
En todos emiten las mismas imágenes, porque la señal es la misma, pero en cada uno de ellos se vive el fútbol de una manera. En La Sexta, desde que han retirado a Andrés Montes, la cosa ha perdido su gracia. Su narrador es correcto, sin más, pero está rodeado de personajes especialmente molestos, como ese clon de Maldini que repite obviedades sacadas de lecturas tan apasionantes como el Marca o el As o Kiko, quien sin Salinas y Montes a su lado se parece cada vez más a Joaquín: cuenta chistes que sólo le hacen gracia a él. En Tv3, la pareja de comentaristas es más o menos ecuánime, no grita y nos cuenta las cosas con cierto rigor. De Canal 9 no puedo decir nada. A pesar de que está mi amigo Vicent Sempere entre el equipo de comentaristas, tengo perdido ese canal entre la maraña de teletiendas y cadenas fachas de la Tdt valenciana, de manera que nunca lo pongo por cuestiones de profilaxis mental.
Ante tal perspectiva, vi el partido por Tv3. Pero debo de tener un aparato descodificador de "todo a cien", porque a mí, en la cadena pública catalana, la imagen me llegaba con cierto retraso respecto al sonido. No un retraso como para sancionarlos con cambiar de cadena, tipo la puntualidad de Miguel en los entrenamientos, pero el suficiente como para escuchar el gol de Villa cuando Joaquín todavía se estaba preparando para centra en la imagen. Así que digamos que vi dos partidos, uno que se jugaba, en la banda sonora, unos segundos antes que el otro, pero que en el fondo, era igual que el que se veía en la imagen. Una especie de eco, más que fastidioso, perturbador.
Quizás por eso, me dio la impresión de que el Valencia jugaba en la banda de imagen y el Getafe en la banda de sonido. Que los madrileños, ese equipo tan simpático que hasta el Rey se confesó seguidor suyo con motivo de la final de un torneo que lleva su nombre, iban unos segundos por delante del Valencia. Lo suficiente para llegar antes en cada pelota dividida, en cada pase de anticipación o en cada centro al área. Yo viví dos partidos, el de la imagen y el del sonido, pero creo que Unai vivió tres y que el que yo no viví llevaba mucho más retraso que los dos míos. O, al menos, la imaginación de Unai lo vivía así.
Soy un tipo de temperamento masoquista y el esfuerzo de vivir dos partidos a la vez me pareció poco sufrimiento. Así que me puse a apuntar las cosas que no entendía de lo que estaba, por este orden, oyendo y viendo. Y me salió una lista bastante grande que resumo para no hacer esto más aburrido que una tesis doctoral leída por Ever Banega:
- Tenemos un portero muy guapo, pero a lo mejor el viejo y feo no lo haría tan mal.
- Probablemente Carboni, con 44 años, seguiría siendo titular si no se hubiera dedicado al tiro olímpico.
- Durante todo el partido he pensado que Unai, por aquello de que vamos sobrados, había decidido jugar con 10 jugadores, pero me he dado cuenta al final, cuando los futbolistas se intercambiaban las camisetas, de que Silva había saltado al campo.
- Hemos tenido mucha suerte, pues ni Mathieu ni Banega, considerados el domingo pasado por Unai como el sustento del equipo, se han lesionado. Y ninguno de ellos ha pedido el cambio voluntariamente (bueno, en realidad, esto ya pasó el domingo).
- Es una pena que nadie haya pillado a David Villa al acabar el partido para que comentara sus pormenores.
- En el Getafe juega un chico al que echamos porque pensábamos que Vicente jugaba en nuestro equipo.
- Aunque Michel sea un nepotista y ponga a su hijo a jugar, hay que reconocer que Miguel Torres se parece físicamente más a su entrenador que Adrián. Y eso que, según un tipo que se sentaba cerca de mi localidad en Mestalla, Michel era maricón.
- Mientras un plano sacaba a Unai y Carcedo con cara de zombies, me ha parecido atisbar a un calvo en el banquillo que esbozaba una sonrisita. Y no era Bruno porque ya había saltado al campo.
Total que, después de este ejercicio de autoflagelación impropio de mi sexo, he cambiado al Canal de Insa. Y entonces he visto un sms de esos que mandan los espectadores para decirle a la novia que la quieren. Decía "otra vez lo mismo". Y he pensado que el autor de ese mensaje tan filosófico había vivido sólo un partido mientras yo sufría dos. A él, sin duda, no se le quedó tan mal rollo como a mí.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Valencia, 2; Sporting, 2

Durante algunos años tuve un pase de prensa para ver al Valencia en la zona reservada a los periodistas, en la parte alta del anfiteatro de Mestalla. Pero lo utilicé muy poco. Prefería ir a mi localidad de sillas de gol sur, en el córner que da a la tribuna, en lugar de ver el partido como si de una retransmisión televisiva se tratara. En mi localidad de casi toda la vida (hace 35 años que tengo mi pase en esa ubicación) se vive el fútbol mucho mejor. Conozco a la gente que se sienta a mi alrededor, sé cuáles son sus filias y sus fobias y hasta adivino el tono progresista de ese sector del campo en el que veo el fútbol.
Pero ayer no me sentí cómodo en mi asiento de las sillas de gol sur. Dos filas más arriba de mi sitio había uno de esos tipos que puede convertir un partido de fútbol en una película de terror. Iba vestido con una camiseta de la senyera, lo que dice mucho de sus opciones estéticas, gritaba como un descosido y tenía aspecto de haberse bebido la tarde antes de acudir al fútbol. Su voz carajillera se me ha instalado entre los tímpanos hasta el punto de que, en un momento dado, me he puesto a los auriculares para escuchar la final del Eurobasket, no porque me importara demasiado por cuantos puntos ganaban Gasol y sus compañeros, sino para no oírlo.
Dicen que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. El tipo de la camiseta de la senyera no era ningún niño, pero evidentemente decía muchas verdades. Quizás el suyo no era el tono más adecuado para ser sincero (todos aquellos con los que se metía, y eran muchos, eran unos "hijos de puta"), pero, en el fondo de sus extemporáneas valoraciones, no andaba desencaminado. Le fallaban las formas. Sus dardos brófegos han alcanzado a Moyà, Albelda, el árbitro, Joaquín y Manolo Preciado. Vale que Moyá es un portero más guapo que bueno, pero tampoco es como para lanzarle una retahila de improperios cada vez que le metían un gol. Vale también que Albelda está ya más para jugar con los veteranos que para comandar el centro del campo del Valencia, pero cagarse en varios de sus familiares no parece la solución más adecuada para reconducir la situación. Vale que el árbitro era malo y torpe, pero su madre no tenía ninguna culpa y, por lo que vi en el partido, no marcó ninguno de los goles del Sporting, por lo que matarlo no habría resuelto nada. Y vale que Joaquín ya ni siquiera se ríe cuando juega, pero mandarlo al Mestalla tampoco presumo que funcionaría. Lo que no entiendo es esa manía a Preciado, que es un buen tipo y me consta, cuando se ha merendado a Emery con patatas y ha dado una lección de cómo un equipo ha de jugarle al Valencia: con valentía. Sobre todo porque el voceras de dos filas más atrás no se ha metido con Emery, que yo lo cambiaba por Preciado ya mismo. Lo ha tenido que hacer Villa ante los micrófonos de Canal +, según he visto al llegar a casa.
El caso es que las declaraciones de Villa han sido mucho más interesantes que el partido. Ha dicho lo que muchos nos tememos, que este equipo está para hacer "lo del año pasado". Tampoco es que haya descubierto América, ya que un partido que ha empezado con unos tíos vestidos de vaquero promocionando un rodeo pero sin soltar una mala vaquilla, un toro salvaje o un ex presidente con bigote para ilustrarlo, no podría acabar de otra forma que con un equipo jugando a mísero, sobre todo porque enfrente eran sólo diez.
La sensación que te queda es que ya ha empezado la película de terror de cada temporada. No me refiero sólo al tipo con voz de megáfono estridente y aliento a whisky DYC. Me refiero a esa en la que, a medida que transcurren los meses, empiezan a aparecer fantasmas por todos los lados y vemos más muertos que vivos. La película que siempre acaba mal y que tan divertidos nos tiene con sus cambios de presidente, posibles ventas de jugadores y mal rollo generalizado.
Pensaba en esa película de terror cuando salía de Mestalla y me he topado con Paco Plaza, el mejor director español de cine de terror, en mi modesta opinión. Me ha contado que él y su novia, la actriz Leticia Dolera, se han hecho socios y vendrán de Barcelona cada quince días a ver al Valencia. Seguro que Paco encontrará desde su localidad argumentos suficientes para hacer muchas películas.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Lille, 1; Valencia, 1

Nunca me he fiado de Telecinco. Para la cadena amiga, el fútbol es como el resto de su programación: un circo en el que todo vale. Hacen de cada partido un espectáculo (o al menos eso piensan) repleto de gritos, ensalzan a equipos o acontecimientos que pueden retransmitir y silencian a aquellos de los que no tienen los derechos, y hasta tienen su particular versión de la mamachicho deportiva, una Sara Carbonero que te hace olvidar sus estúpidas preguntas al verla. Y al ver sus retransmisiones siempre tengo la sensación de que, en cualquier momento, aparecerá algún ex concursante de Gran Hermano opinando sobre el estado físico de Miguel o la última escapada nocturna de Asier Del Horno.
Telecinco, además, arrastra fama de gafe con el Valencia. El primer partido que televisó la cadena que entonces presidía Valerio Lazarov fue el Karlsruher-Valencia del día de difuntos de 1993. Aquella infausta noche, con los comentarios de JJ Santos como banda sonora, un tipo con aspecto de minero de la cuenca del Ruhr llamado Edgar Schmidt encabezó la goleada más ignominiosa que ha sufrido el club blanquinegro en su larga historia europea. Un 7-0 que significó mucho más que la vergüenza: fue el comienzo de una profunda transformación en las estructuras del club que, años más tarde, llevó a personajes como Soler o Soriano a la presidencia.
Por eso, cuando supe que Telecinco iba a retransmitir el Lille-Valencia me puse a temblar. La cadena amiga era la única capaz de acabar con la condición de invicto que mantiene el Valencia desde el inicio de la temporada y, para colmo, iban de hacer de eso una noticia tan importante como la salida de la cárcel de Julián Muñoz. Ya veía yo al Valencia como objeto de debate en "La noria" o "Sálvame".
A punto estuvo de que se cumplieran mis peores temores. En primer lugar porque Emery parece haberse tomado la Copa de la Uefa como una especie de basurero. Saca a los suplentes para que nos demos cuenta de que, fuera del once titular, hay más despojos que carne. Y, sólo al final, recurre a los de siempre para que arreglen el desaguisado. Ya lo hizo el año pasado, cuando el Valencia tenía una ocasión inmejorable para haberse plantado en las rondas finales del torneo y decidió jugar con las sobras todo el campeonato, y tiene toda la pinta de repetir experiencia este año. En segundo, porque los equipos franceses son siempre enigmáticos. Juegan bien al fútbol, aunque no tengan mucha calidad, y tienen a dos o tres negritos que corren que se las pelan y ponen en evidencia a Albelda, Maduro y compañía.

La cosa funcionó hasta que a Bruno se le ocurrió chutar hacia la cara de un francés, cuando lo más práctico hubiera sido mirársela y ver que ellos daban el partido por perdido. El rebote fue a uno de esos negritos y nos dejó con la sensación de que no mola mucho ir de sobrados por el continente. Cualquiera te pone la cara para que le chute Bruno.
Pero lo más sorprendente del partido no ha sido ver que a Joaquín sólo le queda por regatearse a su abuela o darse cuenta de que Michel había salido de titular cuando lo cambiaron. Lo alucinante de verdad fue ver a esos nuevos árbitros paseando por las áreas como mi vecina saca al perro a que cague en medio de la acera. Unos tipos que nadie, ni JJ Santos, sabía qué hacían allí y cuál era su verdadera misión en el partido. Yo creo que los han puesto para que los porteros no se aburran. De ahí, seguro que sale alguna pareja guardameta-arbitral, aunque nunca nos enteraremos. Sin embargo, esta extraña figura del quinto árbitro (o cuarto poste) revela nítidamente a dónde quiere llegar la Uefa: a que, en unas décadas, haya sobre el campo más árbitros que futbolistas. Más o menos como en las manifestaciones abertzales, que hay más policías que manifestantes.
Y lo peor no es eso. Es que, en vez de un reluciente banderín, les han dado un extraño consolador que se activa al oprimir un botón. Un excelente gesto de la Uefa para que los nuevos árbitros estén entretenidos a falta de empresas mayores. Afortunadamente, la misión de descubrir qué era ese extraño artilugio se la encomendó JJ a Sara Carbonero. Desde entonces, dejé de interesarme por el partido.

martes, 15 de septiembre de 2009

Valladolid, 2; Valencia, 4

Venecia y Valencia son ciudades mucho más parecidas de lo que la gente cree. Y no me refiero a que nuestra maravillosa tierra de los trajes, de la luz y del amor pueda inundarse de vez en cuando al llegar la tradicional gota fría otoñal y parezca una Venecia de pacotilla anegada por las lluvias torrenciales. Venecia tiene un puente de Calatrava, barrios en los que uno se pierde en cuanto se descuida y hasta canales, donde no se celebran regatas sino carreras de góndolas. Casi como Valencia. Además, el Venezia, su club de fútbol, agobiado por su situación económica, hubo de someterse a un proceso de recapitalización de sus deudas el pasado mes de junio. Casi como el Valencia.

Pero también hay cosas en las que Venecia y Valencia no se parecen en nada. El pasado sábado, Arrigo Poletti, ex presidente del Venezia, que ahora milita en la liga regional, fue detenido acusado de haber provocado la bancarrota de una de sus empresas y se sospecha que, con sus malas artes, provocó la crisis por la que atraviesa el club. En Valencia, que se sepa, todavía no han detenido a nadie por provocar la bancarrota del club, pese a que la lista de candidatos crece a medida que pasan los meses.

Hablo de Venecia porque allí vi el partido del domingo. No es fácil ver un partido del Valencia en el extranjero, de no ser que estés en un país recóndito donde se entretienen programando todos los encuentros de la liga española, mucho más atractivos que un choque entre el Saigón Port y el Hanoi Capitals. Es más fácil ver al Valencia en Vietnam, Tahití o Colombia que en cualquier país europeo y lo digo por experiencia. En Europa, por lo general, dan el Madrid o el Barcelona, que para eso son los dos clubes que más tirón popular tienen en países como Italia, Francia o el Reino Unido, pero encontrar un Valladolid-Valencia en uno de los diez o doce de canales de la televisión por cable italiana es más complicado que ver un presidente de la Generalitat Valenciana del PSPV. Y, si lo encuentras, lo más normal es que el partido esté codificado o sea de pago, lo que significa que, para las estadísticas hoteleras, estás al mismo nivel que esos ejecutivos que se matan a pajas viendo porno en los canales de pago de su habitación.

Pero a veces los milagros existen y a mí me ocurrió, en Venecia, el domingo por la tarde. Un canal, aparentemente de pago, con un nombre tan absurdo como Sky Premium Supercalcio, daba el Valladolid-Valencia en directo. Así que, por un momento, abandoné la noble tarea de recorrer canales, ver iglesias y mezclarme entre la marabunta de turistas que, mapa en mano, se pierde cada cinco minutos por la complicada ordenación urbana de la capital del Veneto para ver al Valencia.

Y lo pasé bien. No tuve que soportar las gilipolleces de los comentaristas españoles, que suelen reducir al equipo a la mínima expresión de la pareja Villa-Silva, puesto que, aunque los narradores italianos parecían decir las mismas tonterías, no las entendí demasiado bien. Vi cómo el Valencia ganaba en un campo complicado, jugando como si la temporada anterior hubiera marcado un patrón de juego que funciona con la misma extraña fortuna que la que tienen los adictos a las máquinas tragaperras: parafraseando al gran Muhammad Alí, defendiendo como una mariposa y picando como una abeja.

Sería por la distancia, por pensar que era un privilegiado y la señal de Sky Premium Supercalcio se iba a ir en cualquier momento para dar paso al fatídico cartel que dice que, si quieres seguir viendo este canal, tienes que pagar una pasta o porque me divertí durante casi dos horas tanto como disfrutando de la ciudad del amor por excelencia, pero a mí el Valencia me gustó.

Claro, que estaba en Venecia y, aunque también tenga un puente de Calatrava, barrios laberínticos y canales para navegar, no es Valencia. Podría ser una ilusión motivada por encontrarme en uno de los lugares más bellos que jamás he pisado en mi vida. Algo que jamás diría de la ciudad de Valencia.

martes, 8 de septiembre de 2009

Encuentros con futbolistas

Hay gente para la que encontrarse con un futbolista por la calle o en un local público supone una fiesta. Aparte de decirle al jugador lo bueno que es, que él mismo es ese que lo apoya todos los domingos desde su localidad y que fue una pena aquel gol que falló en aquel partido decisivo, le pide un autógrafo fingiendo que es para su sobrino y después saca pecho delante de los amigos cuando el nombre del futbolista encontrado aparece en una conversación, hasta el punto de llegar a decir: "lo vi el otro día en tal sitio y estuve hablando un rato con él; es un tipo muy simpático y accesible".
A mí, encontrarme a un jugador nunca me ha producido ningún tipo de sensación. Ni buena ni mala. Pero he de reconocer que, al margen de las veces que me he topado con futbolistas con ocasión de mi trabajo, algo completamente lógico cuando uno se gana la vida como periodista de deportes, me he encontrado con bastantes jugadores a lo largo de mi vida. De manera que he decidido hacer un pequeño resumen de mis encuentros con futbolistas del Valencia a lo largo de la historia. Nunca he llegado a hablar con ninguno (soy poco mitómano y muy tímido) y, en la lista, faltan dos lugares que nunca piso, excepto por razones estrictamente profesionales: las iglesias y los puticlubes.
Restaurantes: Durante unos años frecuenté el restaurante Kailuze, verdadero templo del yantar valencianista en la época en la que lo regentaba el inigualable Álvaro Oyarbide. Era un lugar de tertulias futboleras en el que pude ver, en diversas visitas, a jugadores como Zubizarreta, Mendieta, Eskurza, Claudio López o Gerard, a directivos de todos los pelajes y a entrenadores, desde Pasieguito hasta Claudio Ranieri.
Bares de copas hasta la 1 de la mañana: Los horarios de los bares de copas se articulan sobre una premisa fundamental: la cantidad de chicas feas que ven los ojos del cazador masculino que acecha desde la barra, un parámetro inversamente proporcional al número de copas ingeridas. Antes de la una, la cantidad de mujeres no agraciadas es elevado y, en esa tesitura, he encontrado a lo largo de mi vida a futbolistas como Claudio López, Patxi Ferreira, Andoni Goicoetxea (aquel defensa del Athletic que le rompió la pierna a Maradona y a Schuster, que estaba por Valencia tras un partido de la selección) o Roberto Fernández. Todos tenían pinta de retirarse a dormir pronto, o al menos así me lo pareció cuando me los encontré.
Bares de copas hasta las 4 de la madrugada: En la modalidad de bares de copas a esas horas en que a la mayoría de las mujeres del local se les encuentra un cierto atractivo, los futbolistas suelen desenvolverse con tanta habilidad como sobre el terreno de juego. La mítica discoteca Sami era uno de los locales a los que me acercaba, a comienzos de la década de los 80, y donde podía encontrarme, sin muchas dificultades, con Kempes, Diarte o Botubot. Años más tarde, un asiduo de esta modalidad era Quique Sánchez Flores, quien tenía la curiosa costumbre de pedir sus gin-tonics sin limón. Así, creía él, la gente que estaba en el local pensaba que lo que estaba bebiendo era agua. Naturalmente, su credibilidad como noctámbulo era similar a la que tuvo, una década después, como entrenador.
Bares de copas hasta las 8 de la mañana: En esta modalidad, donde la fealdad femenina no existe, sólo me he encontrado con Romario. Y he de reconocer que se movía por la pista con la misma gracilidad que en el área contraria.
A la mañana siguiente, en una casa ajena: Sin duda, este es el lugar más rocambolesco en el que me he topado jamás con un jugador de fútbol. Sucedió hace muchos años, en una casa en la que pernoctaba eventualmente y que compartía una novia que tuve con dos amigas estudiantes. La sola visión de un futbolista en calzoncillos por el pasillo de una casa que no es la tuya, con cara de haber dormido poco y haber follado mucho, es una sensación extraordinariamente difícil de describir. A mí me pasó dos veces y ambas en el mismo domicilio. No daré nombres, pero, como pista, puedo decir que las carreras de los dos futbolistas encontrados en los pasillos de aquel piso fueron contrapuestas: uno triunfó en el mundo del fútbol y del otro no se acuerda nadie. Eso sí, ambos triunfaron en las camas de las compañeras de piso de mi novia.
En una librería: Aunque parezca mentira, también me he encontrado a un par de futbolistas en librerías. Y, en ambos casos, no parecía que se hubieran equivocado de local, pensando que la librería era un comercio de venta de teléfonos móviles. El primero de ellos fue Jorge Otero, aquel lateral de la década de los 90 que tenía la fea costumbre de centrar para que remataran de cabeza los espectadores situados en la parte opuesta de su banda, y cuyas virtudes futbolísticas no hacían adivinar excesivo interés por la lectura. El segundo fue Mauricio Pellegrino y el día que lo vi corroboré que era uno de los futbolistas más inteligentes que había visto sobre un campo de fútbol. Sin tener demasiadas facultades técnicas, era capaz de dar el pego y defender como pocos. Supongo que leer tiene que servir para algo.
En otros locales o tiendas: Además de estos encuentros, me he topado con Amedeo Carboni en una de esas franquicias de café donde te sirven con lentitud porque contratan muy poco personal y te cobran el café a precio de oro, con Miguel Brito en un comercio de videojuegos (lo raro es que no estuviera Albiol con él) y a Lubo Penev en un aeropuerto hablando por el móvil sin parar. Y, con toda seguridad, a algún otro que no recuerdo porque cometería la torpeza de saludarme. Y, si me saluda un futbolista, ya no es lo mismo.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Despedidas

Miguel Ángel Angulo no es el tipo más simpático y agradable del mundo. No goza de gran popularidad entre los periodistas que habitualmente cubren la información del Valencia, ni suele ser uno de esos futbolistas que pierden diariamente quince minutos de su tiempo firmando autógrafos o haciéndose fotos con sus admiradores. Tampoco es una persona con especial carisma y, pese a que ha desarrollado toda su carrera profesional en el Valencia, nunca ha sido elegido capitán por sus compañeros de plantilla, una circunstancia que denota que tampoco dentro del vestuario debe de tener excesivo predicamento.

Angulo era, hasta hace muy poco, el futbolista más veterano del Valencia. Llegó al club siendo un adolescente, desde su Avilés natal, y, después de una breve cesión al Villarreal, se instaló en la primera plantilla. Era un delantero con una extraña habilidad: no hacía nada excesivamente bien, pero tampoco hacía nada excesivamente mal. Un jugador de esos que quieren todos los entrenadores, porque, a su carácter cumplidor, añadía una extraordinaria capacidad para jugar en diversas posiciones dentro del terreno de juego. Un futbolista de los que llaman polivalentes, es decir, que sirven igual para un roto que para un descosido, que hoy juega de lateral derecho y mañana lo hace de mediocentro. Sus virtudes las explotó en todas las posiciones en las que los sucesivos entrenadores que han pasado por el Valencia lo necesitaron y siempre cumplió con corrección. Incluso, en determinados momentos, exhibió una clase inaudita, un toque de balón excelso que sólo aparecía con cuentagotas, al igual que sus destellos de tuercebotas. Era capaz de lo mejor y de lo peor, pero, en general, no hacía ni una cosa ni otra.

A esas características técnicas, Angulo unía un carácter reservado. Nunca fue titular indiscutible para ningún entrenador, pero nunca se quejó de su condición de suplente. Hasta el punto de que, cuando fue apartado del equipo en compañía de Albelda y Cañizares, fue el único de aquel trío de apestados que no levantó la voz para quejarse. Al final, siempre acababa jugando más de 20 partidos de liga, marcaba una decena de goles y era el futbolista que sacaba al equipo de atolladeros, principalmente en el puesto en el que más le gustaba jugar: en punta. Sus dos goles en la semifinal de la Liga de Campeones de 2000, contra el Barcelona, o su decisivo tanto en Zaragoza, en la segunda liga ganada por el conjunto dirigido por Rafa Benítez son algunos ejemplos de la herencia histórica que ha dejado Angulo en el Valencia.

Miguel Ángel Angulo ha salido del Valencia por la puerta de atrás, como un apestado. En la pretemporada, el club lo situó al mismo nivel que jugadores como Hugo Viana, un personaje cuyo mayor mérito ha sido tomar el sol en los campos de entrenamiento de Paterna durante años, o Curro Torres, otra vieja gloria del club diezmada por las lesiones. Por orden de sus dirigentes, Unai Emery cerró la puerta al asturiano esta temporada y le dijo que se buscara equipo. Finalmente, tras un mes de agosto muy movido, Angulo ha recalado en el Sporting de Lisboa.

Los futbolistas, como el resto de trabajadores, cumplen etapas en sus empresas y, un día u otro, se marchan de los clubes que los han acogido durante años. Pero hay muchas formas de hacer las cosas y el Valencia nunca ha sido un ejemplo de memoria histórica. Del Valencia se marcharon ingenieros de la historia del club sin que se les tributara el homenaje que les correspondía. Claramunt, Fernando, Valdez o Cañizares son algunos nombres de futbolistas a los que el club despidió sin los honores que su trayectoria merecía. Angulo es el último eslabón de esa cadena de despropósitos que hace del Valencia un club sin sentimiento, al menos en lo que respecta a aquellos que ayudaron a hacerlo grande. Como persona, probablemente Angulo no se merezca nada; como futbolista, ha sido uno de los artífices de la década más gloriosa del club y merece que se le reconozca tal mérito.

Publicado en Turia, nº 2.379, 4-9-09