domingo, 29 de noviembre de 2009

Valencia, 1; Mallorca, 1

Tengo la vieja costumbre, heredada, cómo no, de mi padre, de ir a Mestalla con al menos un cuarto de hora de adelanto sobre la hora del comienzo del partido. No lo hago ni por poder aparcar (voy en moto y, cuando iba con mi padre, los dos caminábamos durante media hora hasta alcanzar nuestra localidad) ni por coger sitio (mi ubicación en el campo nunca ha sufrido de aglomeraciones para acceder a ella). Lo hago porque me gusta ver cómo el campo se llena, cómo la gente llega poco a poco y va completando la caldera, como esos woks chinos que van adquiriendo una temperatura uniforme a medida que sienten el efecto de los fogones. Así lo he hecho toda la vida y me molesta mucho sentarme en Mestalla cuando ya han salido los equipos o cuando la banda capitaneada por el tipo ese del puro, del que hablaré otro día, ya se ha metido por debajo del lugar que ocupo, atropellando minusválidos y recibiendo los parabienes de los chicos del Gol Gran. Me gusta llegar pronto también porque puedo saludar a la gente con la que he compartido emociones en Mestalla desde hace más de 30 años. Gente que no conozco de casi nada, de la que ignoro su profesión, su estado civil, sus preferencias sexuales, sus creencias religiosas y sus gustos televisivos. Pero gente con la que he compartido momentos inolvidables, buenos y malos, que hacen que los reconozca como próximos. Gente como el tipo ese de barba cerrada que se sienta siete sillas a mi izquierda, en mi misma fila, y que me ha preguntado hoy por qué ya no hacían "Todos ahhh 100". O el señor que se ubica tres asientos a mi derecha, de quien conozco fobias tan diversas como los árbitros catalanes, los árbitros murcianos, los árbitros ingleses o los jueces de línea de cualquier nacionalidad. Este arbitrofóbico (si existiera en realidad esa palabra) me ha saludado amablemente antes de empezar el partido con un "Què, a patir, no?". Toda una declaración de principios valencianistas.
El señor de los árbitros malignos me ha hecho pensar. He recordado que el Mallorca es uno de los equipos para los que Mestalla es de esos campos en los que siempre pringa. Como, para nosotros es Getafe o fueron Atocha y Sarriá. Ya puede hacer temporadas excelentes que, al llegar a Mestalla, el Mallorca se convierte en un equipo blandito, flácido, y, con independencia del buen estado de forma del Valencia, sale goleado. Salvo el año en el que Koeman se apoyaba en el banquillo de Mestalla y Bruins-Slot y Bakero en la barra de bares que no nombraré hasta que me pongan publicidad en este blog, no recuerdo, en un pasado cercano, un Mallorca que nos haya tocado las narices. Aquel año, un delantero con aspecto de petardo (en el campo, pues parecía un Julio Salinas agitanado, y fuera, pues fue petardo consorte gracias a su matrimonio con Nuria Bermúdez) pareció el segundo delantero de la selección campeona de Europa, como lo sería año y pico después, Koeman empezó a pensar que su culo iba a tener que apoyarse en otro sitio y Bruins-Slot y Bakero, que tenían que pedir rápido la última copa antes de que los echaran del bar.
Por eso pensé que "patir", lo que se dice "patir", iba a padecer poco. Mi impresión cobró fuerza cuando vi al Valencia jugar la mejor media hora que le he visto en muchos años. La que fue del minuto 2 de la segunda parte al 32 de ese mismo periodo. Una media hora que me recordó a la mejor media hora que le he visto a un equipo de fútbol nunca. Fue también el Valencia y su rival fue también el Mallorca. Hace cinco años de eso y aquel Valencia de Benítez le acabó metiendo cinco goles al Mallorca, todos ellos en esa media hora de fábula. Pero aquel día los Baraja, Angulo y Mista, miembros de un equipo poco prolijo en goles. metieron lo que Mata, Villa y Joaquín, paradigmas de la efectividad, han fallado.

Por supuesto, el señor que se sienta tres sillas a mi derecha y que venía con la idea de "patir" le ha echado la culpa a Iturralde. A mí me parece que Iturralde, con esa pinta de payaso triste que tiene, es un árbitro bastante malo, pero si Bruno no hubiera atropellado a Castro no habría tenido que pitar el penalti. Que si Mata, Villa, Joaquín o Pablo hubieran tenido la mitad de puntería que habilidad, Iturralde habría quedado absuelto parcialmente por el paciente señor. Y que si Emery no hubiera sido tan torpe gestionando los cambios, el Mallorca se habría ido de Mestalla, un año más, goleado y con cara de tonto.

No ha sido así y a mí, en el fondo, me ha alegrado. Como ahora mismo estaréis pensando que soy un gilipollas y que mi blog lo va a leer la próxima vez un familiar mío al que acusáis de dedicarse a la prostitución, os lo explico. Me ha alegrado porque he visto una vez más la grandeza del fútbol. El toisón de un deporte ilógico, en el que puedes jugar como los ángeles, pero si ese día tienes el ojo torcido delante de la portería, una tontería puede dilapidar todo tu esfuerzo. El tesoro de un juego tan injusto como la vida, que castiga el talento y premia la obcecación. Por eso nos gusta tanto, porque es maravillosamente imperfecto.
El Mallorca nos ha empatado con un penalti absurdo y el Valencia ha vuelto a convertirse en un equipo imbécil. Que quiere utilizar armas que no sabe manejar, como el balón colgado, la épica o el asalto policial al área rival. En vez de seguir haciendo lo que tan bien había hecho durante media hora, se dedicó a jugar como el Mallorca. Y el fútbol ahí fue justo. Tan justo como es la vida.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Osasuna, 1; Valencia, 3

La mayoría de los matrimonios, parejas, uniones de hecho y reuniones de desecho solventan sus diferencias televisivas comprando dos aparatos: uno lo instalan en el comedor, lugar en el que comparten programas, y el otro, en una habitación de la casa, refugio habitual del varón cuando quiere ver un partido de fútbol. Mi novia y yo descubrimos hace unos cuatro años un televisor que, con el tiempo, se ha convertido en una panacea para nuestras diferencias televisivas, un recurso tecnológico para hacer nuestra convivencia más placentera. Se trata de un aparato de 42 pulgadas que tiene la facultad de partir la pantalla en dos, de manera que se pueden ver dos programas distintos a la vez, aunque sólo uno de ellos tenga sonido. Desde entonces, los días que hay partido "partimos la pantalla" para que yo vea el fútbol, por muy absurdo que sea el encuentro, mientras ella contempla un episodio de su serie favorita en la otra mitad del televisor. Así, podemos ver nuestros programas preferidos sin estar separados, algo que afianza nuestra convivencia. Y, como ya he dicho antes, el televisor tiene 42 pulgadas, lo que significa que cada uno ve lo que desea en una cómoda pantalla de 21 pulgadas, suficiente para poder apreciarlo todo sin quedarse ciego.
Ayer vi el Osasuna-Valencia de esa manera. Con la "pantalla partida", al mismo tiempo que mi novia miraba, en su trozo de televisor, un capítulo de la serie "Accidentally on purpose", una sitcom americana de risas enlatadas ambientada en la redacción de un periódico cuyas historias (y lo digo por experiencia) no se parecen en nada a lo que sucede en las redacciones de los diarios españoles. Naturalmente, a mí me tocó la parte de la pantalla que no tiene voz, algo que no sólo no me molesta en absoluto sino que me llega a gustar, dado el bajo nivel de los locutores de las televisiones españolas en general.
De esa guisa, vi el primer gol del Valencia, un prodigio de juego de toque culminado por el instinto matador de Villa. Poco después, también observé cómo un futbolista del Valencia lanzaba una deliciosa vaselina por encima de Ricardo que significó el 0-2, pero, como no tenía voz en mi trozo de pantalla, pensé que había sido Miku, un experto en vaselinas por encima del portero, sobre todo si juega en Alcoy. La repetición me sacó de mi error, al comprobar que el autor de aquella joya había sido Albelda y le pedí a mi novia que pusiera un momento el sonido en mi parte de pantalla para cerciorarme de que no había sido una alucinación. Así fue. Sólo me queda por descubrir cuándo ha aprendido Albelda a hacer esas cosas. Ya en la segunda parte, contemplé el trallazo de un futbolista del Valencia que, tras estrellarse en el larguero, supuso el 0-3. Pensé que había sido Albelda, contagiado por el entusiasmo que me había producido el gol anterior. Pero la repetición volvió a sacarme de mi error al ver que fue Marchena el que, de forma sorprendente, había lanzado aquel obús. Entonces pensé que el presunto centro del campo cicatero que había alineado Emery, con la pareja criminal formada por Albelda y Marchena, se había transformado por arte de magia en una dupla de técnica insólita en el disparo desde fuera del área y reconocí, sin que sirva de precedente, los méritos del entrenador al ponerlos juntos en el medio del campo valencianista.
Pero lo que más me sorprendió de mi partido mudo fue comprobar, en el momento en que mi novia acabó su ración de series americanas, que el campo del Osasuna era un hervidero de protestas contra el árbitro, contra Emery, contra César y contra Villa. Que la gente sacaba pañuelos pidiendo la oreja del árbitro como si estuvieran en plena feria taurina de San Fermín y que incluso un aficionado estuvo a punto de cortarle la oreja a un linier lanzando un bocadillo de chistorra que casi acaba con el apéndice auditivo del pobre árbitro asistente.
Nadie, sin embargo, protestaba contra Camacho, que convirtió el partido en una guerra absurda de pelotazos, patadas y épica mal entendida. Yo, si hubiera estado allí, habría sacado mi pañuelo para pedir no la oreja, sino el rabo de ese entrenador que pretendía ganarle al Valencia de la manera más chusca posible: haciéndole daño al balón con pelotazos a ninguna parte que, como suele pasar en estos casos, producían dolor de cabeza en los centrales valencianistas y dolor de ojos en quienes veíamos tal estrategia. Y eso que yo, para entonces, ya no tenía la "pantalla partida" y lo veía en un televisor de 42 pulgadas y con sonido.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Valencia, 3; Zaragoza, 1

Decía Alfred Hitchcock que había dos reglas que nunca se saltaría a la hora de trabajar en una película: nunca hagas cine con animales y nunca hagas cine con niños. El fútbol es igual. No me gustan los animales y, además, está prohibido entrar en un estadio con animales, salvo que sean ladillas, piojos u otros bichos asociados a la higiene descuidada, así que es imposible ver en Mestalla un partido en compañía de un animal. Bueno, tampoco hay que tomarse esto literalmente: en alguna ocasión se me ha sentado al lado un tipo de esos que se pasa todo el partido cagándose en familiares cercanos del árbitro, ambos entrenadores, la totalidad de los componentes del equipo contrario y una cuidada selección de nuestros jugadores. Y, en la final de Copa del 99, la inteligencia de los rectores del club hizo colocar juntos a los miembros de la Peña Gol Gran y a los Yomus, por lo que, por un rato, vi un partido al lado de unos cuantos Yomus, pues yo acudí a aquel encuentro con el Gol Gran.
No tengo hijos y supongo que por eso me molestan los niños en el fútbol. No todos, que conste. Sólo aquellos que son tan pequeños que el fútbol se la trae floja después de los primeros cinco minutos de fascinación. Cuando el cuelgue por el verde del campo, las banderitas de arriba del gol norte, el murciélago malasombra con Julián dentro y la banda de música se le ha pasado al niño, el partido le importa realmente una mierda y se dedica a pedirle pipas a su madre, quejarse de tener consecutivamente calor y frío y mirar hacia todos los lados excepto al terreno de juego de pie delante de su silla. Uno de esos niños lo tenía ayer a mi lado, mientras que su madre se encontraba en la fila de delante, con la particularidad de que mi localidad se situaba entre ambos. El niño se sabía muchos de los nombres de jugadores del Valencia, aunque me temo que los haya aprendido viendo cromos en el colegio, porque al partido, la verdad, no le hacía ni puñetero caso.
Es posible que el niño tuviera razón en no hacerle ni puñetero caso al partido, ya que el Valencia-Zaragoza fue un auténtico coñazo de encuentro. Mucho menos interesante, con toda seguridad, que pedir pipas, pasar del calor al frío y viceversa varias veces o mirar al resto de tontos que prestaban atención a aquello a lo que no había que hacer ni puñetero caso.
Yo, que de niño es muy posible que hiciera lo mismo que el que tenía al lado, de mayor he aprendido a pensar mientras hago algo aburrido. Me es muy útil para las reuniones de trabajo, las conversaciones absurdas con gente que no conozco mucho y el tiempo que paso viendo la televisión. Y también cuando los partidos del fútbol me aburren mucho. Ya sé que sería mucho más lógico hacer otra cosa, como ir al cine o dormir, pero yo prefiero quedarme en Mestalla, pues el fútbol es el único pasatiempo en el que nunca sabes en qué momento puede pasar algo interesante. Y me dedico a pensar mientras me aburro. Y pensé que el partido de ayer era como un "dejà vu" de muchos otros que se jugaron en las décadas de los 80 y los 90. Con la diferencia que el equipo que tocaba el balón, intentaba crear peligro, presionaba arriba al contrario y la cagaba en tres despistes defensivos para acabar "jugando como nunca y perdiendo como siempre" no era el Valencia, como sucedía hace sólo quince o veinte años. Era el Zaragoza. Y el equipo que jugaba de local yendo un poco de sobrado, sin hacer nada del otro mundo, confiaba en la suerte y aprovechaba las cagadas del rival era el Valencia, y no, como sucedía hace sólo quince años, el Zaragoza, el Sevilla, el Atlético de Madrid o el Deportivo.
Pero es posible que mis pensamientos terapéuticos no fueran sino una tontería para no tener la sensación de perder el tiempo en una tarde de domingo, en vez de ir al cine o dormir. Que el que realmente se lo pasó bien, y hoy lo contará en el colegio con todos los detalles, sobre todo los que no sucedieron en el terreno de juego, fue el niño.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Slavia Praga, 2; Valencia, 2

He vuelto. Me ha costado más de una semana recuperarme del trajín de la Mostra porque, al acabar el festival, me vi envuelto en una absurda e improductiva vorágine laboral (trabajar mucho para ganar muy poco) que me ha tenido apartado de la dinámica futbolera más tiempo del previsto.
Antes de esfumarme, dejé al Valencia medio maltrecho, con un entrenador en entredicho y un equipo que nadie sabía realmente si podía aspirar a los primeros lugares de la tabla o a hacer el ridículo como en los últimos años. Supe que el Valencia había empatado a cero con el Barcelona y que había merecido ganar durante una sesión golfa de la Mostra donde se proyectaban películas de tíos locos que van con una cámara asesinando personas por ahí y de monstruos marinos con forma de pulpo calamar que aterrorizan a los turistas en Torremolinos. Supe que el Valencia había empatado a uno con el Slavia de Praga y que había merecido perder en medio de una gala dedicada al cine valenciano repleta de actores que salen en Canal 9 y que no conozco de nada, porque sencillamente no veo Canal 9. Vi, a trozos, la victoria por 0-3 en Almería y pensé que ese Valencia tenía pinta seria, que sabía por primera vez en mucho tiempo a qué jugaba y, además, se lo creía. Supe por el teletexto de un canal de televisión en el que sale a todas horas Belén Esteban que el Valencia había ganado al Alcoyano en El Collao y después me enteré de que el gol lo había marcado Miku. Puede que me enterara mal o que le hiciera caso a quien no debía, pero luego supe que lo había marcado Joaquín. Vi, en la pantalla de mi ordenador y con una imagen que se congelaba o pixelaba cada 30 segundos, la victoria ante el Málaga por 0-1 pero, con tanta congelación y tanto pixelado, me dio la impresión de que el equipo también se paraba y algunos jugadores comenzaban a difuminarse, un término que en informática sólo puede medirse en número de píxels.
Y hoy por fin he visto un partido entero y sin sobresaltos de la imagen. Como debe de ser. Comentado por JJ Santos y con Sara Carbonero luciendo palmito en el descanso y diciendo tonterías antes y después del descanso. Con un Valencia en el que a Emery le ha pasado algo raro. En su momento de lucidez de la semana, una práctica que comienza a frecuentar por primera vez en año y medio entre nosotros, se dio cuenta de que las rotaciones no consisten en cambiar a todos los futbolistas que han jugado el domingo porque, en ese caso, se llamarían destrucciones, sino en refrescar algunos puestos para animar la competitividad en la plantilla. Y con un Slavia de Praga que, si hubiera jugado contra el Alcorcón, también le habrían metido cuatro.
Durante hora y media, he pensado que el Valencia que abandoné por mesas redondas, películas, galas, fiestas y comidas de trabajo se había transformado en un equipo grande. De esos que, aunque tengan el partido resuelto, siguen jugando igual, porque no saben jugar de otra manera. Que tocan el balón con paciencia hasta que surge la chispa en cualquier metro del césped y se lanzan a encender la mecha para hacer explotar al contrario. Pero, a las ocho y media de la tarde, pasó algo extraño. De repente, como si me despertara de un sueño, ha vuelto a aparecer ese equipo tontorrón que se deja empatar por quien ni siquiera soñaba con perder por un resultado digno. Y he pensado que igual todo este esfuerzo laboral no sólo había sido improductivo por las más elementales leyes de la oferta y la demanda, sino también porque me habían demostrado que, en el Valencia, un mes de trabajo no había servido para nada.