lunes, 29 de marzo de 2010

Zaragoza, 3; Valencia, 0

No veo nunca los partidos televisados de los sábados por Canal 9. No porque no soporte a los narradores (de hecho, alguno de ellos es amigo mío), sino por la sencilla razón de que he desterrado de mis cadenas habituales un canal que hace de la manipulación informativa su bandera. Pero, desde hace meses, mis amigos me recomiendan que siga los comentarios que, durante los partidos emitidos por la televisión autonómica, hacen Pedro Cortés y Jaume Ortí. Cortés y Ortí forman una extraña pareja cómica. Son la transgresión del concepto tradicional de la pareja de payasos. Ortí, por su estatura y su planta, tendría que ser el payaso blanco, el listo, el que todo lo sabe y aporta su dosis de raciocinio al dúo. Cortés, más bajito y fondón, tendría que ser el clown, el personaje torpe y gracioso, con menor facilidad de palabra, y el centro de las bromas.
El resto, como todos los lunes, aquí: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/la-extrana-pareja/

jueves, 25 de marzo de 2010

Valencia, 1; Málaga, 0

Los norteamericanos, un pueblo que es capaz de convertir unas elecciones presidenciales en un espectáculo circense, son los inventores del entretenimiento en los eventos deportivos. Para ellos, exentos de la pasión con la que se vive el deporte en otras partes del mundo, un partido de baloncesto, de fútbol americano o de béisbol es como una película de Hollywood o la persecución por parte de la policía de un ladrón. Hace unos meses estuve en Nueva York y asistí a un partido de los Knicks. Os puedo garantizar que era mucho más divertido lo que sucedía cuando el juego se paraba que cuando los Knicks y los Warriors intentaban ganar un partido de la temporada regular.
En Europa, como somos muy copiones de las modas yanquis, hemos intentado trasladar esas costumbres a los partidos de fútbol. Pero como que no. Aquí no hay cheerleaders sino concursos absurdos en los cuales los espectadores pueden ganar algo de pasta. Siempre me han fascinado los pasatiempos que se celebran en Mestalla en los descansos, cuando la banda de música de turno sale a tocar "Paquito el chocolatero" por el césped. El más reciente es alucinante. Se trata de que un tipo elegido no sé muy bien de qué manera chuta varios penaltis a una portería cubierta por un plástico con agujeros. El concursante debe meterla en el agujero, una práctica a la que hay mucha afición en Valencia, pero con una pelota. Si lo logra, marca un gol y, según el número de aciertos, gana más o menos dinero. Un dinero que, en forma de cheque gigante de mentiras, le entrega una azafata del patrocinador.
Ayer, en ese chusquero espectáculo del intermedio, el público de Mestalla abucheó al concursante, algo inaudito porque lo habitual es abuchear al árbitro, al equipo contrario o, en ocasiones, al propio. Pero es que el tío, que desde mi posición parecía ir un poco tajado, no metió ni una. Y si hay algo que no se perdona en Valencia es no meterla. Sin embargo, al beodo lanzador de penaltis a la portería con preservativo defectuoso los improperios del público le resbalaban más que las piedras del curling sobre el hielo. El tío había tenido sus diez minutos de gloria, aunque esa gloria fuera penosa. Pagaría lo que fuera por ver al tipo con resaca intentando cobrar el cheque gigante, por valor de 150 euros (lo que dan sólo por participar), en una sucursal bancaria donde algún eficiente empleado lo reconociera. Se lo abona en monedas de céntimo.
Parte de la culpa de que al tipo con poca puntería con el balón pero mucha con la botella lo pusiera a caldo la afición la tuvo el Valencia, que ayer jugó, bajo mi modesto punto de vista, uno de los mejores partidos de la temporada. Siempre quiso tener el balón y jugarlo, tuvo paciencia en la elaboración y sólo le faltó lo que tantas tardes y tantas noches ha sido su tabla de salvación: la puntería. Hay un dato que siempre me ha servido para discernir, de manera distanciada, si un partido que el Valencia gana por la mínima ante un equipo apañadito ha sido bueno o malo: intentar elegir cuál ha sido la figura del partido y darte cuenta de que lo han sido todos o casi todos. Puede que a Maduro, Dealbert y César se les acuse de cebarse en arriesgar con pasecitos a pocos metros de la línea de gol, pero los tres futbolistas menos dotados del equipo para jugar el balón fueron fieles a la filosofía del Valencia. Algo de culpa debe de tener Emery en esa apuesta.
Y, claro, a un equipo que intenta jugar al fútbol con esa razón de ser no se le puede abuchear. Sobre todo porque esa visión del mundo ha surgido en un momento en que al Valencia se le acumulan las adversidades. Ayer no sólo se lesionó otro defensa, un Miguel que salió tan enchufado que se rompió cuando todavía no había pedido la primera copa, sino que también se lesionó el colegiado de la contienda. Y tuvo que ser sustituido por el cuarto árbitro, ese personaje que sirve para molestar a los entrenadores, enseñar los cartelitos con los cambios y ver cómo Marchena la toca con la mano. Un cuarto árbitro que, dado su escaso oficio, se convirtió en el blanco del nerviosismo acumulado por la grada, en un gesto muy típico de Mestalla: cuando el equipo sufre, el juez suele ser el catalizador del miedo. Y con este, ya van dos partidos del Valencia en losl que han arbitrado árbitros suplentes. Para los que os hayáis perdido, el del Calderón fue el otro.

lunes, 22 de marzo de 2010

Valencia, 2; Almería, 0

El día que se inaugure el Nuevo Mestalla, el mundo estará lleno de replicantes y el sobrino de Harrison Ford se dedicará a matarlos por orden de un tipo que, en los ratos libres, se dedica a la papiroflexia. Queda mucho para que llegue ese día, dada la situación económica del Valencia, pero en esa fecha de noviembre de 2019 el aficionado valencianista perderá parte de su esencia. El nuevo campo se proyecta cubierto en su totalidad, lo que significa que los días de lluvia serán iguales que los días soleados, que, en el campo del Valencia, se escenificará una interesante contradicción ligada al concepto marxista de la lucha de clases: los futbolistas, millonarios, se mojarán, mientras que los espectadores, pobres, estarán a buen recaudo de las inclemencias meteorológicas.

El resto, como todos los lunes, aquí: http://www.linformatiu.com/nc/opinio/detalle/articulo/invernaderos-humanos/

L'informatiu captura al samaruc

Desde su fundación, hace casi cuatro meses, escribo una columna semanal en el diario digital L'informatiu, una valiente iniciativa editorial que intenta llenar el gran hueco existente en la prensa progresista de la ciudad. L'informatiu es un diario que dice lo que los demás no dicen, quizás porque es el único en Valencia que no es esclavo de decisiones empresariales que acaban convirtiendo la prensa en un tablón de anuncios sobre los intereses del grupo editorial que la publica. Mi columna semanal hablaba de televisión y, en ella, mi propósito era descifrar las claves de esta sociedad a través de la tele.
La semana pasada, los responsables de L'informatiu me confirmaron una reestructuración en las páginas de opinión del diario digital que implicaba que la columna de televisión pasaba a escribirla el gran Manolo Valencia y yo me encargaría de la opinión deportiva los lunes. No sé si mi aportación a las páginas de deportes despertará mucho interés, pero estoy seguro que, si Manolo escribe sobre televisión, la calidad del diario aumentará. Pero lo curioso de todo esto es que no querían que hiciera una columna al uso, sino que reprodujera las crónicas que, tras los partidos del domingo, escribo en este blog.
Todo este rollo se traduce en que, a partir de este lunes, los posts que escribo sobre el partido dominical o sabatino del Valencia tendrán una continuación en las páginas de deportes de L'informatiu. Al fin y al cabo, ellos se lo han buscado.
Cuando el Valencia juegue entre semana o cuando me apatezca escribir sobre algo relacionado con una de mis pasiones favoritas, seguiré haciéndolo desde estas páginas, aunque espero que, además de leer mis absurdas crónicas, le echéis un vistazo todos los días a L'informatiu. Vuestra salud mental os lo agradecerá.

viernes, 19 de marzo de 2010

Werder Bremen, 4; Valencia, 4

En mi peregrinaje por todos aquellos rincones del planeta en los que no hay petardos, falleras y gordos que comen paella en medio de la calle mientras los borrachos de la banda de música contratada por su comisión tocan "Paquito, el chocolatero" o algo que se asemeja a la marcha mora de L'Alcoià, he llegado a Tarazona de la Mancha. No es casualidad. Tarazona de la Mancha, un pequeño y hermoso pueblo de Albacete, situado a menos de 40 quilómetros de la capital de su provincia, es la localidad natal de mi suegra. Tarazona es un pueblo que ejemplifica a la perfección lo que quienes vivimos en ciudades grandes entendemos como la España profunda. Allí parece que el tiempo se detuvo hace 40 años, cuando los jóvenes se tenían que casar con la primera novia que conocieron sin haber cumplido veinte años, las mujeres habían de velar a los muertos como plañideras la noche anterior al entierro y el trabajo en el campo era el principal valor de la vida, mucho más que los estudios o la cultura.
Allí viven los dos primos de mi novia, Manolo y Ángel. Este último, el menor de los dos hermanos, se ha convertido, con el trato, en un amigo más mío y de mi novia. Durante nuestras estancias en Tarazona nos suele acompañar en las largas noches que pasamos en la casa de pueblo que hicimos habitable a partir de una cámara donde, antaño, se almacenaban las carnes crudas de la matanza y la cosecha semestral. Hablamos de películas de terror, un género cinematográfico que nos apasiona a los tres, de series de televisión y de viajes. También hablamos de fútbol, porque Ángel es un buen aficionado a este deporte y, de forma un tanto extraña, tiene una pasión tripartita, como los votantes de Catalunya. Ángel es, por este orden, del Albacete Balompié, el Valencia y el Real Madrid. Sin pecar de inmodesto, creo que, hace unos años, era más del Madrid que del Valencia, pero los éxitos del Valencia en el último decenio y mi irredenta militancia ché creo que han hecho que ahora prefiera un triunfo valencianista a una victoria madridista, si ambas son incompatibles.
Ángel me llevó ayer a ver el Werder Bremen-Valencia a un pub provisto de Canal + y con un propietario valencianista. El sitio se llama Fraggel Rock, un nombre poco original y algo caduco, y reúne diariamente a una parroquia fiel y bebedora, que disfruta de un tipo de música muy popular por estos pagos: el heavy-metal. El heavy es una curiosa forma de rebelión de los jóvenes autóctonos, pues supone una respuesta gritona y estridente a la educación musical que les han transmitido sus padres, un ecléctico pastiche entre José Luis Perales e Isabel Pantoja. De hecho, he asistido a varias bodas en Tarazona y uno de los momentos mágicos de la noche se produce cuando el discjockey pasa de "Tengo un tractor amarillo" a "Highway to Hell", sin que medie entre ambas canciones un Sting, un Bryan Adams o un Elton John. Es el momento en que los padres abandonan la pista de la discoteca, donde se ha servido un generoso resopón, y la invaden sus hijos, recién salidos de los váteres en manada. Ese radical giro del DJ local supone el tránsito entre el cielo viejuno y el infierno resignado, ambos marcados por una sociedad cerrada que los primeros han construido y sus descendientes, sin saberlo, perpetuarán.
En el Fraggel Rock he visto el partido mientras, al lado mío, Ángel se entretenía jugando al póquer con sus amigos. Tenía un ojo en la pareja de ases y otro en las acometidas suicidas del Bremen, hasta el punto de que, en más de un lance del partido, he temido que apostara sin ton ni son, sin tener un buen juego, sólo llevado por la euforia provocada por los goles de David Villa. Ángel seguía el partido con un sólo ojo, pero ha tenido una clarividencia que yo, supongo que contaminado por tanto partido absurdo del Valencia, jamás hubiera rozado. Mediada la primera parte, cuando el partido se había convertido en una partida de póquer similar a la que se desarrollaba a mi lado, ha lanzado una frase lapidaria: "Esto parece un partido benéfico". Tenía toda la razón, porque ambos equipos jugaban con una relajación defensiva alarmante, que, como señalaban los comentaristas del Canal +, podía desembocar en un resultado de balonmano, La falta de centrocampistas, la ineptitud de los defensas y la calidad de los delanteros han transformado un partido de octavos de final de la Europa League en un encuentro entre Amigos de Villa contra Amigos de Friggs. Un choque divertido para el espectador en el que los goles se sucedían casi de forma automática, en el que todo podía pasar y en el que ambos equipos parecían confiarse a la suerte del que reparte las cartas, la fanfarronería del que apuesta más fuerte (los cambios de ambos entrenadores denotaban un continuo "lo igualo y subo 100") y la azarosa respuesta del destino.

El Amigos de Friggs-Amigos de Villa ha acabado con empate a cuatro, un resultado corto para el vendaval de ocasiones que han disfrutado los dos equipos. Los alemanes se han dado cuenta de que el partido no era benéfico cuando ya era demasiado tarde, cuando en el Fraggel, con la llegada de los clientes habituales que habían terminado sus tareas campesinas, han sustituido la narración del partido por parte de Carlos Martínez y Michael Robinson por música heavy. Cuando Ángel ha abandonado su timba porque, en el fondo, estaba perdiendo dinero mientras perdía también parte de su alma, volcada en un Valencia que, pese a que ha marcado cuatro goles fuera de casa, ha sufrido hasta el pitido final.

lunes, 15 de marzo de 2010

Burro

Hay una teoría que afirma que al fútbol el espectador va a desahogarse, a descargar la adrenalina que durante la semana acumula en el trabajo o en su convivencia diaria con la familia. El fútbol, para quienes defienden esa tesis, sería una catarsis dominical, un foro en el que está permitido meterse con todos los que pisan el terreno de juego y en el que el grito de júbilo está a la misma altura que el insulto indiscriminado: es una forma de liberar tensiones, sea por medio de la alegría, sea por medio del improperio.
El principal objeto de los insultos de los aficionados es el árbitro del partido. Quizás por su carácter de intruso, ya que es el único de los que actúan en un partido, al menos en teoría, que no tiene ni la más remota idea de jugar al fútbol, viste de manera diferente a la del resto de actores y está destinado a impartir justicia, aunque en ocasiones no lo parezca. O quizás porque el árbitro encarna, desde un punto de vista psicológico, al poder; es la representación en un campo de fútbol de ese jefe inútil que todos hemos tenido alguna vez en la vida y cuya única cualidad conocida es mandar, aunque no tenga la más mínima noción de lo que se trae entre manos. El árbitro es como el hijo del dueño de la empresa, que sabes que está al frente de la compañía por méritos que no ha contraído, pero que ejerce de mandamás con absoluta torpeza para desesperación de sus subordinados.

Al árbitro, en casi todos los campos del mundo, se le insulta con escasa imaginación. Las palabras que pretenden herirlo, cuando toma una decisión que el público cree equivocada, no difieren mucho de las que se utilizan en la vida diaria para descalificar a alguien que, por ejemplo, ha cometido una infracción de tráfico que ha puesto en peligro la seguridad de otro: “hijo de puta”, “cabrón” u otros epítetos similares sirven igual para un roto automovilístico que para un descosido futbolístico.
Sin embargo, Mestalla tiene una característica que lo hace singular al resto de estadios del mundo. Quienes, semana tras semana, llenan sus gradas, han aprendido una tradición que se transmite, de forma inconsciente, de generación en generación. En Mestalla, al árbitro no se le insulta con las ofensivas palabras que se emplean para calificar (o descalificar) a un semejante en la vida diaria. En Mestalla, cuando un árbitro lo hace mal, se le llama “burro”.
Llamar “burro” al colegiado de turno es una forma de recordarle que, en el fondo, es un intruso, que está ahí como espectador privilegiado de unos tipos que se ganan la vida despertando las pasiones del público y que sus habilidades no tienen nada que ver con las que exhiben aquellos que, como él, pisan el terreno de juego. “Burro” parece un insulto amable, quizás porque nuestro subconsciente lo asimila a improperios menores, menos graves que los tradicionales “hijo de puta” o “cabrón”, ambos dotados de un componente sexual, pero no lo es. Es un insulto intelectual, es una forma de decirle al árbitro que su mente no está a la altura de lo que se cocina en el terreno de juego, que deje de empeñarse en fastidiar el espectáculo como si fuera la autoridad gubernativa en una dictadura.

Descifrar el origen de este insulto valencianista es muy complejo. Nadie que yo conozca sabe a ciencia cierta cuándo el público de Mestalla se animó por primera vez a equiparar un árbitro con los solípedos. Parece una tradición heredada que se transmite de forma oral de padres a hijos sin explicación alguna. Incluso en los partidos internacionales, cuando pita un árbitro extranjero, la costumbre empuja al aficionado valencianista a tildar al árbitro de “burro” cuando encadena errores, sin pensar que la única traducción posible del término la encontraría el dicho colegiado en las cartas de los restaurantes italianos que tanto proliferan por Europa. En ellas, “burro” es “mantequilla” y, de momento, denominar a alguien con el derivado de la leche no es una ofensa.

(Publicado en Cartelera Turia el 12-3-10)

domingo, 14 de marzo de 2010

Barcelona, 3; Valencia, 0

He pasado casi toda la semana en Barcelona, aprovechando un viaje de trabajo para huir de las Fallas. Para los pocos que me leeis desde fuera de Valencia, la decisión de huir de las Fallas puede parecer ridícula: es algo así como esconderse el día de tu cumpleaños, el día en que la gente te hace regalos y te llama para felicitarte. Pero os puedo asegurar que las Fallas son un martirio para quienes vivimos en Valencia y no somos falleros. Es como si la ciudad se viera invadida durante más de quince días por un ejército, vestido de manera muy hortera, que aplica sus propias leyes, con la complacencia de las autoridades.
Una de las cosas más molestas de las Fallas es la licencia que tiene todo el mundo para lanzar petardos en la calle. La ciudad se convierte en una especie de zona de guerra, hasta el punto de que, si a ella acudiera algún bosnio despistado, creería que los serbios han cruzado media Europa, vestidos con un blusón negro y un pañuelo a cuadros grises en el cuello, para tomar el Miguelete. Desde el 1 de marzo, la vida en Valencia es un interminable sobresalto de ruidos, día y noche, que acaba por destrozarte los nervios. A mí, desde luego, hoy me los ha destrozado, porque ya os conté en otro post que tengo un vecino que tiene la pirotécnica costumbre de celebrar los goles del Valencia haciendo estallar petardos, una buena guía para cuando no hay forma humana de ver los partidos.
Yo, que he llegado a media tarde de Barcelona, tranquilo, con el único sobresalto de comprobar que la bella capital catalana no está invadida por las hordas falleras, sino por las oficinas de La Caixa y las tiendas de Desigual, me he puesto a ver el partido en el ordenador, dada mi aversión a pagar por ver un encuentro en el que las posibilidades de ganar de mi equipo son mínimas. Y el ordenador tiene un problema: que la señal llega con bastantes segundos de retraso respecto al tiempo real. Por ello, como ya os conté, los petardos del vecino me anticipan los goles valencianistas y, aunque los celebre con alegría, no es lo mismo. Hoy sí. Hoy jugábamos contra el Barcelona y, al cuarto de hora de partido, cuando todavía mi portátil no había cargado el buffer para ver el encuentro con normalidad, los ruidos desde el exterior, los que, en otra época del año, me avanzan las victorias del Valencia, me indicaban que ganábamos por catorce a cero. A pesar de que no tengo razones objetivas que lo justifique, soy optimista por naturaleza cuando juega el Valencia y siempre, de manera irracional, pienso que el partido que me dispongo a ver será de esos que recordaré durante décadas por lo glorioso del triunfo de mi equipo. Pero un 0-14 en el Camp Nou, contra el Barça que ha ganado seis copas en esta temporada, en quince minutos no sólo rebasaba mis previsiones más optimistas sino que colmaba hasta mis más increíbles alucinaciones. Y, la verdad, fumo pocas veces hierba.
Claro que podría tener su lógica. Villa habría recuperado milagrosamente su olfato de gol con la luxación de su hombro, al temer una caída que agravara su articulación y colocar su cuerpo al chutar en una posición algo más escorada que propiciaba que sus disparos no se estrellaran contra el poste, podría ser que Mata hubiera dejado en ridículo a Dani Alves y que Silva pensara en que, viendo a Xavi e Iniesta en el campo, estaba jugando con la selección. Era, pues, explicable, aun de manera lejana, que el Valencia hubiera llegado catorce veces a la meta de Valdés en quince minutos con una efectividad del cien por cien. Con el Valencia nunca se puede decir que un partido está resuelto, ni ganando por catorce a cero, sobre todo cuando ha adoptado la curiosa costumbre de jugar una buena parte de sus encuentros con un futbolista menos que el contrario, pero algo muy gordo tendría que pasar para que el Barcelona le metiera más de catorce goles hasta el final del choque, lo que, en mi ilusión, daba el encuentro por resuelto. A esa ilusión contribuyó el hecho de que, en los días en que he estado en Barcelona, mis amigos culés han manifestado un insidioso desinterés por el partido de hoy contra el Valencia, mucho más preocupados en descojonarse de la eliminación del Real Madrid en la Champions. Y cuando eso ha ocurrido a lo largo de la historia (no la eliminación del Madrid, porque en ese caso el estadio del Barça sería un chollo para nosotros, sino el desinterés de los barcelonistas), el Valencia ha sacado tajada del Camp Nou.

Por fin he comenzado a ver el partido en el ordenador con continuidad y, para mi desilusión, he comprobado que el marcador permanecía empatado a cero. O nos habían anulado catorce goles y el vecino petardero no se había dado cuenta o pasaba algo extraño. Entonces he caído. No estaba en Barcelona, viendo el partido por internet en la habitación de mi hotel con vistas a las obras de la Sagrada Família, con más grúas que Benidorm, ni por supuesto en las gradas del coliseo barcelonista, sino en mi casa, rodeado de un ejército enemigo cuya táctica para derrotarme es hacerme creer que en cualquier momento una de esas explosiones derribará parte de mi casa, pero que sólo consigue hacerme creer que el Valencia puede ganar alguna vez en su historia por catorce a cero en el Camp Nou. Peor que las bombas de napalm.

Por explicarlo bien, que el vecino pirotécnico no se había vuelto loco, se había clonado en catorce tipos como él a los que no les gustaba el fútbol y que estaban todos en la puerta de mi casa. No me hizo falta ver que Villa estaba en la grada con el hombro jodido, que Mata ni siquiera era titular y que Silva no se había confundido de equipo. Y, pese a que el Valencia hizo una notable primera parte, en el descanso llegué a la conclusión de que el partido no lo ganaríamos hasta que a los tipos que habían organizado la espontánea mascletà delante de mi casa dándome, por unos instantes, la única satisfacción en Valencia de esta semana fallera no se les acabaran los petardos. No sólo no ha ocurrido eso, sino que no se les acabarán hasta la madrugada del día 20. Claro que, para entonces, espero haberme vuelto a escapar.

lunes, 8 de marzo de 2010

Valencia, 0; Racing, 0

Ahora que las comunidades autónomas gobernadas con mano firme, espionaje, trajes gratuitos y campos de golf se han apuntado a la moda de declarar Bienes de Interés Cultural aquellos espectáculos en los que la gente se reúne en un recinto para ver a un grupo de gente realizando una actividad física, no estaría mal que se acordaran del fútbol y lo declararan BIC (no es propaganda de un bolígrafo, sino las iniciales de "Bien de Interés Cultural", así no lo vuelvo a escribir entero). De momento, han apuntado a los toros, pero no descarto que, en un futuro a medio plazo, declararan BIC a la vela, si se tiene en cuenta como recinto las atarazanas del puerto, único lugar posible de contemplación, el automovilismo, que para eso paralizan los poblados marítimos durante un mes al año, o el sano deporte de presentarse cada cuatro años para pedir una Olimpiada en Madrid.
Yo abogo porque el fútbol sea uno de esos BIC antes que las carreras de coches para pijos y las de veleros para pijos náuticos. El fútbol, al fin y al cabo, forma parte del acerbo cultural de un pueblo. Si no, no se entiende que cada vez que el equipo de una localidad gana un título, se salva del descenso y juega la promoción de ascenso la gente se eche a la calle a celebrarlo y el club que lo logra vaya a visitar a la patrona para ofrecerle su hazaña. Esta última práctica siempre me evoca al desaparecido Pepe Rubianes, que protestaba en sus espectáculos por tan absurda costumbre y ponía una comparación demoledora: "¿Acaso voy yo a la Virgen a ofrecerle mis condones cuando follo?". Nadie lleva los condones usados a la Virgen, como llevan sus capotes los toreros a la Madre de Dios tras cada corrida (de toros), de lo que se deduce que, mal que nos pese, follar nunca podrá ser declarado BIC.
No es el único punto a favor del fútbol. El fútbol produce cultura, fenómenos como la literatura que contiene la prensa deportiva, paradigma de la economía del lenguaje porque, en la mayoría de los casos, quienes en ella escriben repiten con extraña obsesión siempre los mismos tópicos. Bien es cierto que, al revés que en los toros, en el fútbol no hay un animal al que putear, pero hay algo que se asemeja mucho: el público que va a los estadios. No estoy llamando animales a los aficionados al fútbol, aunque algunos bien merecerían ser considerados como tales, pero sí que creo que deberían ser declarados especies protegidas, al igual que los humanos hacen con determinadas razas del reino animal.
Mi candidatura a que el aficionado al fútbol sea declarado especie protegida, primer paso para la declaración de BIC, se sustenta en partidos como el de ayer. Sólo una especie protegida, en vías de extinción, es capaz de soportar durante más de noventa minutos un encuentro en el que unos no pueden meter un gol y otros que no saben hacerlo. Con los agravantes de que hacía un frío que helaba los huesos, era lunes y, por tanto, el pasatiempo más interesante no debía ser ir a ver un partido en el que juegan la mayoría de los reservas de tu equipo y el partido lo daba una televisión de pago, un escollo económico que se solventa acudiendo al bar de la esquina. Pese a todos esos inconvenientes, cuarenta millares de personas acudieron a Mestalla a ver nada, un partido que acabó con el resultado de nada a nada. Un partido en el que hemos visto destellos del gran Baraja en un futbolista crepuscular, en el que hemos comprobado que el Chori Domínguez no es un dechado de entrega física, lucha y presión, y en el que se confirma que hay futbolistas listos, que empiezan a darse cuenta de que, si este año ganan algo, lo harán vestidos de rojo y no de blanco.
Lo más triste es que esa manada de la especie protegida que debería ser el aficionado al fútbol todavía pensará que su valentía habrá servido para algo. Que, por ejemplo, Moyà no es tan mal portero como pensábamos, que el chaval del filial que parecía el hijo de Manuel Fernandes ha cumplido con dignidad o que Dealbert juega mejor cuando sus compañeros son de segunda división. En fin, que, al menos, sacamos un punto porque perder ante un equipo que vestía como el payaso de Micolor habría sido el colmo.