lunes, 3 de octubre de 2011

Historias de mínimas


La primera temporada que mi memoria recuerda con nitidez fue la 70-71, aquella en la que el Valencia, tras una sequía de 24 años, conquistó su cuarta liga. Yo era un niño de ocho años y, como parece obvio, en mi mente no cabían sistemas tácticos ni estrategias a balón parado. En mi cabeza de infantil seguidor sólo anidaba la pasión. Recuerdo que aquella campaña el Valencia ganó la mayoría de sus partidos en casa por la mínima, consiguiendo resultados que arrancaba de cuajo a rivales que llegaban a Mestalla para intentar hacerle la vida imposible. Daba igual que el contrario fuera el Sabadell o el Real Madrid. Aquel Valencia siempre ganaba por un gol de diferencia, sufriendo, valorando el tesoro que significaba haber marcado un tanto más que su oponente. Aquel Valencia deformado por la visión de un niño de ocho años no entendía de solidez defensiva, aunque luego descubrí que la tenía a capazos, ni de capacidad de anular al rival o de mucho sacrificio para llegar al gol, a causa de la endeblez de la línea ofensiva. Pero sí que sabía de la virtud para pelear hasta el final por conservar un resultado ajustado o por derribar murallas viguesas. A aquel equipo le bastaba con ganar por uno al colista si también se le ganaba por uno al líder. Lo importante eran los dos puntos, en el sentido maquiavélico y amable del término.
Han pasado 40 años desde aquello y, como en general en la vida, nos hemos ido acomodando. Vivimos los mismos tiempos de incertidumbre que entonces, el saber que hay equipos superiores y que habrá que roer mucho para estar a su altura, pero ya no nos basta con ganar por la mínima a cualquier visitante de Mestalla. Ahora hay que golear a los modestos y el guarismo igualado sólo está reservado para la burguesía y la aristocracia de nuestro fútbol. Vivimos tiempos en los que es más importante aparentar que tener. Por eso somos valencianos y por eso hemos construido este modelo de sociedad en las últimas cuatro décadas. La sociedad de la Fórmula 1, el todovale y la mediocridad disfrazada de chulería.
Yo, cuando tenía ocho años, aprendí a apreciar la victoria por la mínima ante un rival menor porque, durante los años posteriores, vi muchos empates y derrotas tontas ante rivales menores. El triunfo para un niño siempre es lo más importante, porque todavía no sabe que esta vida es una mierda. Y no importa demasiado de qué manera hay que conseguirlo. El sábado acudí a Mestalla acompañado de mi sobrino Ángel, un niño de seis años que vive el fútbol con la misma pasión que yo lo vivía a los ocho. Ángel es un crío que habla poco cuando va al fútbol, pero que sus comentarios están llenos de inocentes verdades. A veces, su desnuda perspicacia explica muchas más cosas que las que se pueden extraer de una tertulia radiofónica de adultos. Ángel salió contento de Mestalla el sábado porque el Valencia había ganado. Poco le importó levantarse sólo una vez de su asiento para celebrar un gol. En esta temporada, en la que sentimos las mismas esperanzas que hace cuarenta años, con un equipo que parece compacto y que podría darnos alegrías inesperadas, yo quiero seguir siendo como aquel niño de ocho años, como este niño de seis, y pensar que las victorias hay que lograrlas. Lo de menos es cómo.

1 comentario:

  1. Lo importante, que el sueño siga y no decaiga. Estos días que estoy triste porque después de tantos años yendo a la Mostra, a los conciertos de música de cine de las últimas ediciones, esperando cada año a ver qué pelis nuevas me sorprenden, me intrigan o emocionan.... hoy que me han robado ese sueño, me has alegrado la noche con tu artículo.

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